Resulta llamativo cuando se visitan colegios constatar una y otra vez la situación precaria en la que se encuentran los patios escolares: pavimento duro, un par de porterías, unas canastas, quizá algún mural en la pared para alegrar un poco la vista. Teniendo en cuenta la cantidad de horas que pasan los alumnos en este espacio (dos y media semanales, más otras cinco si emplean el servicio de comedor) merecería la pena que volviéramos nuestra mirada a este lugar en el que se aprenden habilidades para la vida a través del juego.

A partir de la observación y de entrevistas guiadas, podemos averiguar qué hacen los niños y niñas predominantemente, cuáles son las actividades residuales, cómo se sienten los niños y niñas en el patio, cuál es su estado de ánimo cuando regresan a las aulas, etc.

El juego que se desarrolla en el patio depende en gran parte de las posibilidades físicas que presente (desniveles, elementos naturales, recorridos, retos, etc.), de la densidad de ocupación del espacio y de los elementos sueltos de que disponga el niño para jugar (hojas, arena, agua, bellotas, piedras, pequeños juguetes, palitos, etc.):

“En cualquier entorno, tanto el grado de inventiva y creatividad como la posibilidad de descubrimiento son directamente proporcionales al número y tipo de variables que tenga.” (Simon Nicholson)

Son muchos los centros escolares que se están involucrando en proyectos de innovación pedagógica y renovando sus instalaciones: nuevas aulas, talleres, mobiliario, iluminación, etc. Incluir el patio escolar en las prioridades del proyecto es invertir en el bienestar integral de los niños y niñas e invitar a los docentes a explorar las posibilidades de aprendizaje en el exterior.

Mariana Morales Lobo

Consultora Sénior

EIM Consultores

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